Por Susadny González Rodríguez
Quizás México no es un Estado fallido, como se publicita, pero sí un Estado heredero de problemas históricos, con un movimiento por la paz estancado e incluso partidos progresistas a los que más de uno achaca no estar a la altura del drama sangriento impuesto por el narcotráfico, flagelo al cual la administración vigente antepone una guerra mediatizada.
Claro, la violencia derivada del trasiego no solo frena el desarrollo del país o eleva la tasa de mortalidad; también podría servir de ardid para una invasión militar norteamericana. En el afán por legitimar el conflicto, la visión de “terroristas internacionales” se extiende al punto que los narcos locales -como los “terribles” árabes- asumen el papel del villano en boga dentro de la maquinaria hollywoodense.
En un artículo de la digital Rebelión, el periodista Cuauhtémoc Contreras define la situación como una dictadura de derecha apoyada en una guerra inducida. Criterio que se explica con el accionar del presidente Felipe Calderón. Según diversos analistas, con el interesado visto bueno de la Casa Blanca el mandatario dio pie a una situación de emergencia para diluir la oposición a su régimen. La política fue sustituida por las balas, convenientemente. Y su discurso fue variando. Primero acabaría con los famosos carteles, luego con la violencia de los capos, y finalmente se pronunció por un mejor estado de derecho.
Aunque probablemente ocurra un ínfimo descenso de la actividad criminal durante el período electoral, observadores advierten sobre una generalización de la violencia, pues, aducen, la supervivencia del gabinete depende de la constancia del conflicto.