Por Susadny González Rodríguez
Justo cuando los cantos de sirena despabilan la ilusión sobre un posible acuerdo pacífico, recula en el tablero comicial, como aspirante a Senador, el archienemigo de todo proyecto que atente contra la paz de su bolsillo: Álvaro Uribe. Más difícil que inscribir su candidatura le será desmantelar las denuncias que eclipsan su imagen. Según esgrime un magistrado el pasado del único exocupante de la butaca presidencial por dos períodos consecutivos converge en la ruta del paramilitarismo, devenido combustible esencial en la propulsión del conflicto armado colombiano.
Entre sus propuestas para aplicar al legislativo el exgobernante retoma la seguridad democrática como garantía de paz, que en su dialecto implica desconocer a las FARC como actor político. Recordemos, fue justamente él quien le endilgó a la insurgencia el sambenito de “terrorista”. Claro, apostilla un columnista en Rebelión.org, la terminología ya había rendido frutos en distantes guerras rapaces, y EE.UU. no vaciló en importarla a Colombia años más tarde.
Obsesionado con quebrar la voluntad de la guerrilla, Uribe se plegó a las pautas del Pentágono durante su mandato (2002-2010), y en el marco de la lucha antidroga -apuntalada por el Tío Sam- azuzó los operativos militares con el respaldo de los halcones made in USA, conocido como Plan Patriota. Similares maniobras manaron en el sesenta bajo la doctrina de la Seguridad Nacional que volcó a la Fuerza Pública al adoctrinamiento de la población para apoyar a los cuerpos del Estado en el exterminio de los comunistas.